La espiritualidad de los Focolares está muy vinculada –entre otros- a grandes santos españoles: San Ignacio de Loyola, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. Chiara Lubich siempre quiso subrayar y agradecer la importancia de los antiguos carismas para la Iglesia y el Movimiento de los Focolares. Unos carismas que han recorrido siglos y continúan testimoniando la presencia de Dios en el mundo.
Durante la visita que Chiara Lubich realizó a España a finales del año 2002, tuvo ocasión de visitar Ávila y el Monasterio de la Encarnación, donde la Santa viviera etapas importantes de su itinerario espiritual, definido por ella misma como “castillo interior”.
En el Libro de Oro del Monasterio, quedó registrada la visita con un escrito autógrafo de Chiara Lubich:
“2.12.02 – Gracias Santa Teresa por todo lo que has hecho por nosotros a lo largo de nuestra historia. ¡Gracias! Pero el agradecimiento mayor y más hermoso te lo daremos en el Paraíso. Sigue velando por todos nosotros, por nuestro “castillo exterior”, que el Esposo ha suscitado en la tierra para completar tu “castillo interior” y hacer que la Iglesia sea tan bella como tú la deseabas. ¡Hasta pronto, Santa Teresa! Te abraza, Chiara”.
Reproducimos a continuación –gracias a la Editorial Ciudad Nueva– algunas de las impresiones que Chiara comunicó a un grupo de focolarinos pocos días después de la vuelta de su viaje:
“Responder lo que ha sido mi viaje en España es algo realmente difícil. Es un país un poco especial, por lo menos para mí. Es especial porque… están estos santos, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, y yo los conozco desde hace mucho, y siento una relación fuerte con ellos por todo lo que me han ayudado, porque ellos confirmaban muchas cosas de nuestra espiritualidad, y siento una tal relación con ellos que me he encontrado en un ambiente único.
Santa Teresa desde siempre nos ha acompañado, vino en relieve más en los años 60 cuando leyendo la historia de su vida, pero sobre todo “El Castillo interior”, me di cuenta de que los efectos que describía en cada una de las moradas –primera morada, segunda morada,…- eran los efectos que veíamos en quien vivía nuestra espiritualidad (colectiva). Veía también que los defectos que se mejoraban eran los mismos que ella describía. Es decir, por su camino y por el nuestro, los efectos eran los mismos. Por eso fue ella quien nos confirmó que el nuestro es también un camino de santidad. Lo sabíamos, pero la santidad la habíamos dejado un poco aparte porque nos parecía que podíamos correr el riesgo de concentrarnos demasiado en nosotros mismos.
Después, San Juan de la Cruz. Siempre lo hemos tenido presente (…) Yo tengo siempre sus libros a mano, cuando no sé sobre qué meditar, medito con San Juan de la Cruz. (…)
Lo que más me ha impresionado [durante la visita al Convento de la Encarnación] ha sido ver, por ejemplo, este gran claustro, muy grande y esa desnudez, esa pobreza! Ese desprendimiento total de todo; y cuando he saludado a todas las religiosas… ¡qué caras tan sonrientes! Impresionante. ¿De dónde viene esta alegría? ¡De dónde viene! (…)
¿Qué ha suscitado en mí? Algo importantísimo: un deseo inmenso, un gran impulso, un gran empuje a perfeccionar bien el aspecto personal de nuestra espiritualidad. Por ejemplo, la oración; y ya allí con los focolarinos españoles empezamos: mejorar la Misa, el Rosario, la meditación.
Se trata de las prácticas de piedad que llamamos “el vestido” que debemos ponernos, como premisa para poder salir a amar a los hermanos. Sí: ¡El vestido! Pero ¿de qué vestido se trata? El vestido de oro de la unión con Dios. Es y debe ser oro, oro, oro. Y puede convertirse en una mina de oro si lo hacemos crecer amando, por Dios, a los hermanos.
He empezado a vivir así, tratando de perfeccionar, casi de esculpir esos momentos.” [1]